martes, 12 de febrero de 2008

Un signo de Dios

Casado con una mujer fervientemente católica, Saint-Exupéry también profesaba esta religión, pero sus creencias me recuerdan a las de los místicos del Siglo de Oro. El caíd de nuestra Ciudadela tiene la siguiente conversación con Dios:

-Señor -le dije (porque había un cuervo negro sobre una rama vecina)-, comprendo bien que sea señal de Tu majestad callarte. Sin embargo, tengo necesidad de un signo. Cuando termine mi plegaria, ordena volar a ese cuervo. Eso será como el parpadeo de otro distinto a mí y no estaré solo en el mundo. Estaré ligado a ti por una confidencia, aunque sea oscura. No pido nada sino que me sea significado que hay, quizá, algo por comprender.

Y observaba al cuervo. Pero se mantuvo inmóvil. Entonces me incliné hacia el muro.
-Señor -le dije-. Sin duda tienes razón. No corresponde a Tu majestad someterte a mis consignas. Si el cuervo se hubiera volado, me hubiese entristecido más hondamente. Porque un signo tan sólo lo hubiera podido recibir de un igual; por lo tanto, de mí mismo, reflejo todavía de mi deseo. Y nuevamente hubiera encontrado mi soledad.

Así pues, luego de prosternarme, volví sobre mis pasos.

Mas sucedió que mi desesperación cedía a una serenidad inesperada y singular. Me hundía en el fango del camino, me arañaba en las zarzas, luchaba contra el látigo de las ráfagas, y sin embargo, se hacía en mi una especie de claridad. Porque nada sabía que hubiera podido conocer con repugnancia. Porque no había tocado a Dios; pues un dios que se deja tocar no es ya un dios. Ni tampoco si obedece a la plegaria. Y por primera vez adiviné que la grandeza de la plegaria estriba en que no tiene respuesta y que no entra en ese cambio la fealdad del comercio. Y que el aprendizaje es el aprendizaje del silencio. Y que el amor comienza donde no hay ya don que esperar. El amor ante todo es ejercicio de la plegaria y la plegaria ejercicio del silencio.
Cap. LXXIII

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