domingo, 27 de enero de 2008

Sobre el sentido de la vida (II)

Continúo con el pasaje anterior:

Así, mi soldado quería morir. Él, que no había vivido más que con el sol y la arena; él, que no conocía ningún árbol iluminado, que apenas sabía la dirección del Norte, quería morir porque le habían dicho que en alguna parte estaban amenazados por la conquista, ese cierto olor a cera y ese determinado color de ojos, que los poemas le habían traído ligeramente llevados por el viento, como los aromas. Y no conozco razón más valedera para morir.

Porque ocurre que únicamente te alimenta el lazo divino que anuda las cosas. El cual se ríe de los mares y los muros. Y así, en tu desierto estás colmado por lo que existe en alguna parte, en una dirección que ignoras, entre extranjeros de los que nada sabes, por la espera de la imagen de un pobre objeto de madera barnizada que se hunde en los ojos de un niño como una piedra en las aguas dormidas.
Y ocurre que el alimento que recibes de ello puede justificar tu muerte. Y que yo alzaría ejércitos, si lo deseara, para salvar en alguna parte del mundo, un olor a cera.

Pero no alzaré ningún ejército para defender las provisiones. Porque ellas están hechas, y no tienes nada que esperar, sino cambiarte en rebaño taciturno.
Por eso es que si se extinguen tus dioses, no querrás ya morir por ellos. Pero tampoco vivirás. Porque no existen los contrarios. Si la muerte y la vida son palabras que se sacan la lengua, ocurre sin embargo, que vives solamente de lo que te hace morir. Y quien rechaza la muerte, rechaza la vida.
Porque si no hay nada por encima de ti, nada tienes que recibir. Sino de ti mismo. Pero ¿qué sacas de un espejo vacío?
Cap. CXXII

jueves, 3 de enero de 2008

Sobre el sentido de la vida (I)

Éste fragmento es uno de los más inspirados de toda la obra de Saint Exupéry. Por su extensión, lo dividiré en dos partes. No hay nada más que pueda aportar, tan solo leer y sentirse transportado...
Yo he conocido a aquel que quería morir porque había escuchado cantar la leyenda de un país del Norte y vagamente conocía que allí se anda una noche del año sobre la nieve, que es crujiente, bajo las estrellas, hacia iluminadas casas de madera. Y si entras en su luz luego de tu camino, y adosas tu rostro a los cristales descubres que esa claridad provienen de un árbol. Y te dicen que esa noche huele a juguetes de madera barnizada y a aroma de cera. Y de los rostros de esa noche te dicen que son extraordinarios. Pues contienen la espera de un milagro. Y ves a todos los viejos que retienen su aliento y fijan los ojos en los niños, y que se preparan a grandes estremecimientos del corazón. Porque en los ojos de esos niños va a pasar algo inalcanzable que no tiene precio. Porque lo has construido durante todo el año por medio de la espera, y los cuentos, y las promesas, y sobre todo por tu aspecto de saber y tus alusiones secretas y la inmensidad de tu amor. Y ahora vas a separar del árbol algún humilde objeto de madera barnizada y a tenderlo al niño según la tradición de tu ceremonial. Y ése es el instante. Y ya nadie respira. Y el niño pestañea, porque se lo ha arrancado del sueño. Y está sobre tus rodillas con ese aroma de niño fresco que acaban de sacar del sueño y que abraza tu cuello convirtiéndose en algo que es fuente para tu corazón, de lo cual tiene sed. (Y es el gran cansancio de los niños ser saqueados de una fuente que está en ellos y que ellos no pueden conocer, a lo cual se allegan a beber todos aquellos cuyo corazón ha envejecido, para rejuvenecer.) Pero los besos se han suspendido. Y el niño mira al árbol, y tú miras al niño. Pues se trata de escoger una sorpresa maravillosa como una flor que nace una vez al año en la nieve.
Y te sientes colmado por un determinado color de ojos que se vuelven oscuros. Pues el niño se curva sobre su tesoro para iluminarse por dentro del golpe, cuando el regalo lo ha tocado, igual que anémonas de mar. Y huiría si lo dejaras huir. Y ya no hay esperanza de alcanzarlo. No le hables pues no te escucha.
Cap. CXXII