domingo, 27 de enero de 2008

Sobre el sentido de la vida (II)

Continúo con el pasaje anterior:

Así, mi soldado quería morir. Él, que no había vivido más que con el sol y la arena; él, que no conocía ningún árbol iluminado, que apenas sabía la dirección del Norte, quería morir porque le habían dicho que en alguna parte estaban amenazados por la conquista, ese cierto olor a cera y ese determinado color de ojos, que los poemas le habían traído ligeramente llevados por el viento, como los aromas. Y no conozco razón más valedera para morir.

Porque ocurre que únicamente te alimenta el lazo divino que anuda las cosas. El cual se ríe de los mares y los muros. Y así, en tu desierto estás colmado por lo que existe en alguna parte, en una dirección que ignoras, entre extranjeros de los que nada sabes, por la espera de la imagen de un pobre objeto de madera barnizada que se hunde en los ojos de un niño como una piedra en las aguas dormidas.
Y ocurre que el alimento que recibes de ello puede justificar tu muerte. Y que yo alzaría ejércitos, si lo deseara, para salvar en alguna parte del mundo, un olor a cera.

Pero no alzaré ningún ejército para defender las provisiones. Porque ellas están hechas, y no tienes nada que esperar, sino cambiarte en rebaño taciturno.
Por eso es que si se extinguen tus dioses, no querrás ya morir por ellos. Pero tampoco vivirás. Porque no existen los contrarios. Si la muerte y la vida son palabras que se sacan la lengua, ocurre sin embargo, que vives solamente de lo que te hace morir. Y quien rechaza la muerte, rechaza la vida.
Porque si no hay nada por encima de ti, nada tienes que recibir. Sino de ti mismo. Pero ¿qué sacas de un espejo vacío?
Cap. CXXII

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