viernes, 10 de abril de 2009

El balbuceo de las montañas

Ayer releía un capítulo muy enigmático de Ciudadela. De oscuro significado, de difícil comprensión, de siempre de belleza en sus imágenes, en sus palabras. Y ahora, en estos terribles día, en los que tanta gente de L'Aquila perdió su casas, sus recuerdos, su ciudad, y en la que incluso dos amigos han perdido su vida, me resulta más aterrador. Ahora se trata de continuar la obra de aquellos que han perdido la vida en este terremoto.

- Señor, antes habitaba un pueblo construido sobre la espalda tranquilizadora de una colina, bien plantada en la tierra y su cielo, un pueblo establecido para durar y que duraba. Un desgaste maravilloso lucía sobre el brocal de nuestros pozos, sobre la piedra de nuestros umbrales, sobre el apoyo curvo de nuestras fuentes. Pero he aquí que una noche algo se despertó en nuestro asiento subterráneo. Comprendimos que bajo nuestros pies la tierra recomenzaba a vivir y a amasarse. Lo que estaba hecho retornaba a ser obra. Y tuvimos miedo. Tuvimos miedo no tanto por nosotros mismos como por el objeto de nuestros esfuerzos. Por el que nos cambiamos en el curso de la vida. Era yo cincelador y he tenido miedo por el gran jarro de plata en el que trabajaba hacía dos años. Por el cual había trocado dos años de velar. El otro temblaba por sus alfombras de lana que había teñido con su alegría. Cada día las desenvolvía al sol. Estaba orgulloso de haber cambiado algo de su carne resecada por esta ola que en un principio parecía profunda. Otro tuvo temor por los olivares que había plantado. Y pretendo que ninguno de entre nosotros temía la muerte; pero todos temblábamos por pequeños objetos estúpidos. Descubrimos que la vida no tenía sentido más que si se la cambia poco a poco. La muerte del jardinero en nada lesiona al árbol. Pero si amenazas al árbol, muere dos veces el jardinero. Había entre nosotros un viejo narrador que conocía los cuentos más bellos del desierto. Y que los había embellecido. Y que era el único en conocerlos, pues no tenía hijos. Y así que la tierra comenzó a deslizarse temblaba por los pobrecitos cuentos que ya nunca serían cantados por nadie. Pero la tierra continuaba viva e hiñéndose, y una gran marejada ocre amenazaba en formarse y descender. ¿Y qué quieres tú que uno cambie en sí, para embellecer una marejada movible que vuelve lentamente y lo traga todo? ¿Qué construir sobre esos movimientos?
Bajo la presión las casas viraban lentamente y bajo el efecto de una torsión casi invisible los postes estallaban bruscamente como barriles de pólvora negra. O bien los muros comenzaban a temblar hasta que se esparcían. Y aquellos que entre nosotros sobrevivían perdían el propio significado. Salvo el narrador que se había vuelto loco y cantaba.
Cap. V